Por Jorge Fontevecchia
Aunque generalmente el desengaño camine sonriente detrás del entusiasmo, hay motivos para ilusionarse con que este 2010 que se inicia sea económicamente mejor que el año que terminamos anteayer.
Comenzando porque 2009 finalizó mejor de lo que comenzó, cuando las previsiones sobre la crisis mundial no podían ser más pesimistas y vaticinaban una depresión similar a la de 1929 con varios años de contracción económica mundial severa, lo que finalmente no sucedió.
No terminará siendo gratis la burbuja inmobiliaria y de derivados financieros del hemisferio norte, pero parece que sus secuelas no dejarán las huellas imborrables de un cataclismo económico.
La tendencia internacional de recuperación repercute ampliamente en la Argentina, porque aquí tanto el pesimismo como el optimismo se exacerban, lo que es lógico que suceda en la fragilidad del subdesarrollo.
Tanto es así que el debate económico del momento es el riesgo de que el recalentamiento de la economía, con un crecimiento del 7 por ciento cebado por una mayor demanda agregada del Estado con ánimos preelectoralistas de cara a las elecciones de 2011, termine generando una inflación mayor a la de 2009 y se regrese al espiralamiento de los precios y salarios con una pérdida de calidad de vida, que no sólo neutralice los efectos de un crecimiento mayor sino que termine logrando el efecto contrario.
Pero sin dejar de reconocer los riesgos de un recalentamiento de la economía, no se puede tampoco dejar de observar que es mejor ese problema que el opuesto de lidiar con una recesión.
Por la misma inercia de 2010, el primer semestre de 2011 promete ser una proyección ampliada de 2010: mayor o más segura recuperación de la economía mundial, mayor demanda agregada por parte del Estado a la economía y el consumo para fortalecer al Gobierno en las elecciones de octubre de ese año y cuanto más nos acerquemos al momento de votar, más cerca estaremos de un posible cambio de ciclo.
Hasta al menos informado no se le escapa que el Gobierno viene manteniendo una política de subsidios a los precios de la energía, los servicios públicos y algunos alimentos, que actúa como dique que inevitablemente habrá que desagotar en alguna proporción algún día después de que asuma el próximo presidente.
Los expertos estiman que esa política de subsidios les cuesta a la finanzas públicas alrededor de 13 mil millones de dólares anuales, algo similar a lo que costaba mantener la convertibilidad como intereses anuales de la deuda externa.
Queda la posibilidad de que los operadores económicos, temerosos de la capacidad del nuevo gobierno de desarmar esa bomba de tiempo, se anticipen a la elección generando en el segundo semestre de 2011 algún tipo de turbulencia económica: menor inversión, fuga de divisas, aumento de la tasa de interés o presión cambiaria si no fuera que el dólar continuase débil internacionalmente. Vale tener en cuenta también que por esa época ya no estaría Martín Redrado al mando del Banco Central, cuyo mandato vence este año.
El mercado podrá o no adelantar sus preocupaciones sobre una salida ordenada de la política de subsidios, pero en cualquiera de los casos en 2012 el nuevo gobierno tendrá que modificar ese modelo y allí podría producirse una resolución con pericia, de forma gradual, por ejemplo compensando a los prestadores de servicios públicos con una ampliación del plazo de concesiones por menores actualizaciones de las tarifas ante la baja o desaparición de los subsidios.
Pero con el mismo criterio se podría haber supuesto que el gobierno que sucedía al de Menem sería capaz de resolver gradualmente los 13 mil millones anuales de costo que suponía mantener la convertibilidad, y no fue así.
El presidente que suceda a Cristina Kirchner podrá recibir un desafío económico tan transformador como el que les tocó implementar a Duhalde-Lavagna-Kirchner.
Pero eso será en 2012. Este año 2010, el del Bicentenario, será quizás el último del ciclo de bonanza kirchnerista. Aunque quizá valga recordar aquello de que para el hombre los males nacen precisamente de los bienes cuando no sabe administrarlos ni usarlos convenientemente.
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