Por Oscar Oszlak
INVESTIGADOR CONICET
DIRECTOR MAESTRIA EN ADMINISTRACION PUBLICA (UBA)
En nuestro país, la necesidad y la urgencia siempre han terminado justificando la adopción de decisiones basadas en criterios técnicos y políticos poco sólidos o insuficientemente analizados.
Sería interminable enumerar las múltiples medidas que el Gobierno actual, y otros en el pasado, dispusieron de manera improvisada, inconsulta o contradictoria en sus consecuencias prácticas.
La constitución del Fondo del Bicentenario es sólo una manifestación episódica de una tendencia que, lamentablemente, parece confirmar una regla. Por cierto, no se trata aquí de juzgar la razonabilidad de la decisión adoptada por el Gobierno, que probablemente haya estado bien inspirada. Ocurre que para producir los efectos buscados, una medida así debe cumplir además otras exigencias.
Entre ellas, no debe dar lugar a interpretaciones equívocas sobre el destino de los fondos; debe asegurar que sus voceros comuniquen de manera consistente las razones que la fundamentan; debe prever las reacciones de quienes pueden verse afectados, anticipando sus posibles comportamientos; la decisión debería ajustarse a los procedimientos jurídicos establecidos y, obviamente, encuadrarse en las reglas de juego democráticas.
Estos "simples" recaudos consumen tiempos que las urgencias no respetan; pero garantizan que la decisión adoptada produzca mejores resultados y suelen generar legitimidad política. Soslayarlas, por el contrario, es fuente de fracaso, antagonismo y pérdida de calidad democrática.
Tal vez este estilo impulsivo y desinformado responde a ciertos rasgos propios de una cultura política cuyas raíces se hunden mucho más profundamente en la experiencia histórica de la Argentina y, hasta cierto punto, de América latina.
Durante largos períodos de su vida política, nuestro país sufrió las consecuencias de la inestabilidad institucional, los abruptos cambios de rumbo, la falta de "políticas de Estado". El divisionismo permanente, las irrupciones autoritarias, el presidencialismo exacerbado, han sido propuestos como explicaciones alternativas a esa recurrente desunión y falta de consenso. Pero hay algo más. Este estilo expresa, sin duda, la deliberada supresión del futuro y del pasado como dimensiones temporales significativas de la gestión pública.
Adoptar decisiones políticas, tomar posición frente a cuestiones sociales significativas, implica no solamente accionar en el presente. También supone poner en juego la capacidad de prever el futuro y evaluar el pasado.
La gestión pública en nuestro país tiende a privilegiar la ejecución de políticas por encima de su planificación o programación detallada (el "futuro") o de su evaluación y control de gestión (el "pasado"). Se tiende a minimizar el rol del Congreso, que es precisamente la institución fundamental de construcción de ese futuro a través de la legislación, y el rol de la Justicia y los órganos de control, que son los que evalúan y juzgan los actos pasados del Ejecutivo.
Si las decisiones de un día pueden modificarse sin costos aparentes al siguiente, sólo se genera incertidumbre sobre el futuro e impunidad sobre el pasado. Así, la gestión pública se convierte en la tediosa repetición de un presente continuo, sin futuro imaginable ni pasado revisable. Aquí radica, tal vez, el déficit de capacidad institucional más elemental, pero al mismo tiempo más crítico, de la acción estatal.
Aunque consuma más tiempo, la democracia exige que el poder administrador respete frenos y contrapesos institucionales, afrontando los costos de la imprevisión y los eventuales cargos de incompetencia.
Sólo un profundo conocimiento de los problemas y sus posibles soluciones, así como la aplicación de reglas de juego claras, previsibles y estables en su implementación, pueden garantizar la convivencia civilizada de una sociedad y el desarrollo material y moral de sus miembros.
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