martes, 26 de enero de 2010

El Gobierno reclama una unanimidad que no es requerida en democracia


Por Pablo Capanna

Apelando a teorías conspirativas, el Gobierno reclama una unanimidad que no es requerida en democracia. Empeñarse en buscar enemigos y traidores no mejora la gestión política.



Hay un viejísimo cuento chino que habla de un campesino que había perdido su hacha. No podía recordar dónde la había dejado, y por más que la buscaba afanosamente, no podía dar con ella. ¿Acaso alguien se la había robado, aprovechando un descuido?

Pensativo, el hombre estaba acodado en la cerca cuando vio pasar su vecino, que lo saludó con una sonrisa. ¿De qué se estaría riendo ese patán? ¿Acaso se burlaría de un tonto que perdía las hachas? ¿No sería él quien se las robaba? Mirándolo bien y apelando al equivalente chino de Lombroso, se dio cuenta de que el vecino no tenía la fisonomía de un hombre de bien: esa mirada, esa ridícula nariz y esas feas orejas autorizaban a pensar lo peor. Cualquiera hubiese dicho que delataban la inequívoca presencia de un ladrón de hachas, quizás el jefe de esa banda que, según se decía, asolaba la comarca.


Al otro día, el hacha seguía sin aparecer cuando se presentó el hijo del vecino. Su carita de bandido enano era tan sospechosa como la de su padre. Además, lo que decía debía ser mentira, porque enseguida apareció la bruja de su madre y se lo llevó de la oreja a la guarida de ladrones donde vivían. Por suerte, al otro día el hacha apareció tirada detrás de la casa. Al instante, los vecinos volvieron a tener cara de vecinos.

Todo había sido un descuido del campesino, pero se notaba que era muy fácil robarse un hacha. En cuanto faltara un cerdo ya sabía de quién dudar. No sé cómo se diría paranoia en chino, pero nada mejor que una metáfora agraria para explicar qué le pasaba al pobre hombre.

Cuando el arado abandona la recta de los surcos (los antiguos la llamaban lira, comparándola con las cuerdas), se dice que de-lira. Cuando delira, la mente pierde la capacidad de aceptar la realidad, por más desagradable que sea, y le resulta más fácil echarle la culpa a otro.

Si los delirios son compartidos por un grupo, toman la forma de un complejo relato y se estructuran como teorías conspirativas. Por cierto, no todo es imaginario en ellas. Por el contrario, cuantos más hechos reales incorporan, más convincentes resultan: el delirio está en cómo interpretan los hechos.

Con una historia algo tortuosa, en la Argentina hemos visto usar teorías conspirativas para imponer o derribar gobiernos, para justificar aberraciones o "disciplinar" a la opinión pública.

A veces hemos creído que si no crecemos es porque hay siniestras conjuras que nos impiden hacerlo, lo cual nos permite minimizar nuestros errores o soslayar nuestra crónica inconstancia. Fragotes, presiones, campañas, contubernios y cenáculos de iluminados fueron bien recibidos cada vez que nos convencían de que estábamos al borde del desastre.

Sobre esta base, amasada con la desesperanza que dejó la crisis, parece haberse edificado el poder más reciente, que hoy parece alejarse peligrosamente del realismo para enredarse en sus propias ficciones.

La crisis del 2001 mostró una brutal caída en la credibilidad política. Pero ya decía Hegel que cuando el escéptico radical se convierte, es para hacerse crédulo, de manera que la reconstrucción del poder político (que comenzó a hacerse con hechos) pronto cedió a la tentación de capitalizar el "que se vayan todos" y convertirlo en un nuevo "síganme". El anterior nos había encontrado rendidos tras otra crisis no tan aguda pero no menos traumática. La amenaza de que volviese el incendio permitía presentar como enemigo a cualquiera que no fuese un amigo de lealtad incondicional y juramentada.

Con este recurso es posible agitar el fantasma de una "oposición" monolítica, a la que se pinta como si fuese el Eje del Mal de Bush (cuando en los hechos se parece más a la Armada Brancaleone) y reclamar una unanimidad que no es requerida en ninguna democracia.

Los medios, las corporaciones y los factores de poder no son inocentes, ni aquí ni en ninguna parte. Pero no hay que abusar de la semiología y los discursos sobre el discurso, si es que todavía es posible distinguir mentira de verdad.

Los medios no crean la realidad, apenas la aderezan para convertirla en noticia.

Las estadísticas "creativas" no abaratan la canasta familiar, y los exabruptos no son declaraciones de guerra.

Es sabido que el desgaste que ocasiona el ejercicio del poder hace difícil ganar amigos, pero empeñarse en buscar enemigos y traidores no sirve de mucho. Quizás lo que todos deseemos es que encuentren pronto el hacha.

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