Por Carlos Reymundo Roberts
Por un momento no miremos a la señora que habla. Es cierto, es la Presidenta, pero no hay mucha novedad en eso de verla frente a un micrófono con el verbo encendido.
Pasan los años, pasan las crisis, pasan los escándalos, no pasa su estrepitosa caída en las encuestas, y ella sigue allí, hablando, explicándonos cómo funciona todo, dándonos su particular visión del mundo y de la vida: esa weltanschauung (dirían los alemanes) en la que la Argentina, la Argentina de los Kirchner, es un faro que ilumina el futuro, un faro cuya luz se vería más nítida si no fuera por la conspiración permanente de los planetas contra ese designio superior.
Por un momento no miremos a la señora. Ella carga las baterías en los desayunos matrimoniales de Olivos y las descarga frente al público.
Es cierto que es interesante verla y oírla. Se la ve feliz en ese trance de enfrentar sin papeles el silencio y la gente, y llenarlo y llenarla de palabras. Jueza delivery, efecto jazz, presidente okupa, dice, creativa y sagaz, la señora del micrófono.
Es obvio que le encanta la tribuna, le encanta dar lecciones, su discurso es coherente, sus frases tienen fuerza aun sin gritarlas, es prolija, dice lo que quiere decir y hasta sus errores -sus muchos errores, conceptuales, políticos e históricos-, salvo los grotescos (comparar el retraso en la televisación de goles con la desaparición de personas), son dichos con donaire por esa mujer siempre fashion, siempre impecable, que se acomoda el jopo y mira en derredor, sonriente, seductora, como quien demuestra que el arte de la oratoria no tiene misterios.
Tratemos de apartarnos unos segundos de su palabra. Igual, el hilo argumental no cambia. Cosas en principio tan diferentes como la soja, la televisación del fútbol, el dinero de los jubilados, los medios y el default en realidad son, en su razonamiento, capítulos de la eterna lucha contra la derecha, contra los que se oponen al progreso, contra las fuerzas del mal.
Esas fuerzas están allí, agazapadas, siempre alertas, a la espera de que una mínima distracción les permita, disfrazadas de yuyo, de goles, de juez norteamericano o de cronista de un diario, dar rienda suelta a su ánimo destituyente. Por suerte, nos dirá la señora, allí está ella, allí está él (El), allí está el curso de una historia que termina necesariamente bien.
Quitemos, pues, nuestros ojos de la oradora.
Recorramos al público que la escucha.
Anteayer fue gente de Lanús, convocada para la inauguración de obras en la cuenca del Riachuelo. El martes, de Campana, que había ido a que le hablaran de una planta potabilizadora. La semana pasada, de La Matanza.
Lo primero que salta a la vista es que todas esas personas se sienten como sapos de otros pozos. Se nota en sus caras. Ellos van por una cuestión de su pago, de su vecindario, porque les falta el agua o porque sobran mugre y ratas, y de pronto son transportados a Wall Street, a los meandros tribunalicios, al despacho de un tal Griesa. Les hablan de default, de fondos buitre, del riesgo país (de riesgo y del país cualquiera de ellos podría hablar horas), de Harvard, y además les leen los diarios y se los comentan, como en una amable tertulia radiofónica.
O el discurso no estaba pensado para ellos, o ellos se equivocaron de ceremonia. Ante el espectáculo, cualquiera puede preguntarse hasta qué punto es lícito usar un auditorio al que le hacen escuchar cosas que no están dirigidas a él.
La señora del Atril no les está hablando a vecinos de Lanús, de Campana o de La Matanza: la señora los mira, pero no los ve. Ve y les habla al conspirador Cobos, a la jueza funcional al golpe, al neoliberal Martín Redrado, al buitre con toga de juez de Nueva York.
La gente, todas esas personas que atraviesan sus días en el conurbano inseguro, violento y miserable, miran a la oradora, la escuchan, pero rápidamente podrían sospechar que los quieren convertir en claque, en extras de un número que necesita de ellos y de sus aplausos (imagen y sonido) para darle a la palabra de la señora su merecido empaque.
Si llevamos la vista al resto de los que escuchan, es decir, a los funcionarios que van siguiendo a la Presidenta dondequiera que ella se encienda, también encontraremos sorpresas.
Daniel Scioli. Ultimamente se nota que ya no puede disimular su fastidio. Seguramente ha escuchado a la Presidenta más de lo que la ha escuchado su propio marido. Acaso ya esté en condiciones, ante un súbito silencio de la oradora, de seguir él con el discurso. Con los problemas que tiene el gobernador en su distrito, con lo inquieto que es, cómo ha de sufrir el tener que cumplir con una asistencia perfecta. Para peor, la señora del micrófono habla mal, muy mal, de mucha gente con la que él se lleva (o se llevaría, si pudiera) muy bien.
José Pampuro. El transitado senador es otro al que no se lo ve a gusto. Tan conciliador en la intimidad, tan político de raza, tan poco propenso a los desbordes, también él deja ver, ante las andanadas de la señora, el lenguaje gestual de alguien que, si pudiera elegir, no estaría allí. Cabe preguntar, claro, si no puede elegir.
Amado Boudou. Mientras escucha, el joven ministro sonríe, aprueba, aplaude. No puede estar más de acuerdo con todo lo que se dice. Más que estar feliz, lo importante para él, tan cuestionado en estas horas, es estar. Sí, estar es el premio para el que ha sido ultraliberal y ya no lo es. Es el premio al que oye hablar mal del mercado justo cuando lo que se propone es que el país vuelva a los mercados.
Volvamos al público. El discurso ha terminado. Hay aplausos, hay saludos, hay gestos. Qué estarán pensando todas esas personas. Afuera se encontrarán con una realidad que no parece tan fulgurante. En la intimidad de sus casas, si encienden la televisión, las espera otra crisis, otro escándalo. Y, seguramente, otro florido discurso de la señora del micrófono
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