Por Edi Zunino
Ya habían hecho cola para traicionarla Julio Cobos, Clarín, Felipe Solá, Alberto Fernández, la Justicia, los tanos de Telecom, los empresarios de AEA, Sergio Massa, Graciela Ocaña, Martín Redrado... Y ahora la traicionó el inconsciente.
¡No! ¡Calma, radicales! ¡Atrás, gorilas, atrás! Que no me refiero a Don Néstor (más respeto, che) sino al propio inconsciente de Cristina, que el otro día, en la Biblioteca Nacional, cuando desde la popular le gritaron “¡Genia!”, ella contestó:
—No, qué voy a ser una genia. Si fuera una genia, haría desaparecer a algunos, como hacen los genios...
Mujer despierta al fin, Cristina escuchó la barbaridad que acababa de decir y enseguida trató de salir del mal paso condenando a los “desaparecedores” que no condenó cuando trabajaban a full pero que, bueno, aunque sea de última está muy bien condenar.
Dicen los que dicen que saben de psicología, que los fallidos (lapsus linguae, para este caso, ya que encima estaba allí para anunciar la creación de una Galería de la Lengua) son algo así como la explosión verbal repentina de lo que uno siente pero sabe que no debe hacer público, y suelen ser muy favorecidos por alteraciones nerviosas o picos de estrés.
Es entendible el estrés presidencial. Lo es en general y, en particular, también puede explicarse el de CFK, que ha fabricado casi un opositor por mes desde que asumió, mientras las encuestas de popularidad insisten en colocarla por allá abajo. Claro que los sentimientos de la Señora serían más entendibles, y hasta festejables, si se dedicara a escribir boleros y no a presidir un país aún llagado por la violencia. Desear que el otro no exista puede tener un valor poético.
El despecho y las ganas de ser uno quien haga dejar de existir al dueño de sus penas puede tener resultados gravísimos en materia política, un universo habitado por militantes a sueldo y/o fanatizados y/o capaces de cumplir cualquier deseo del amo en cualquier momento.
Menos mal que Cristina no es un genio, entonces, aunque en otro sentido tal vez sería fantástico. Si lo fuera, por otra parte: ¿quién sería el Aladino dispuesto a frotarle la lámpara maravillosa? Antes que un fucking derechista responda destituyentemente “K-Ladino”, convengamos que algo quedó bien definido en Bariloche: los bajos instintos presidenciales apuntaban a la “desaparición” de Julio César Cleto Cobos y Hernán Martín Pérez Redrado, cuyas respectivas renuncias estaban pidiendo todos los kirchneristas como un coro tirolés.
San Cleto Mártir fue el tercer Papa de la Iglesia fundada por Pedro, de quien había sido discípulo ejemplar. Tanto, que solía relevar al Número Uno cuando aquél salía de gira evangelizadora. Se da por hecho que Cleto fue perseguido por el Imperio Romano, pero no hay noticias ciertas sobre por qué habrá ingresado a la historia eclesiástica como mártir. Seguro que la pasó mal. Aquellos muchachos sí que eran capaces de lastimar.
A veces uno se pone a pensar si Julio Cobos es o se hace el Cleto. Y hasta el mismo vice parece haber bajado un cambio en su marketing martirológico, acaso porque las encuestas empiezan a evidenciar ciertas sospechas ante su, hasta ayer nomás, muy rentable papel de santito democrático.
Atar su carro al Audi del genéticamente impopular Redrado tuvo efectos inversos al de su “no positivo” voto procampo de hace un año y medio. Imaginar la laboriosa bondad de un chacarero ansioso por que no le suban los impuestos es tan fácil como suponer alguna intención especulativa detrás de quien se dedica desde Golden Boy a las finanzas bancarias. Acaso se haya desenganchado a tiempo. El martes, en el Congreso, se verá.
El resto de la oposición andará por ahí repitiendo sus conclusiones sobre los últimos fallos judiciales que congelan el uso de reservas y dejan a Redrado colgando de un piolín. “Finalmente le torcimos el brazo a la Presidenta”, dijo Elisa Carrió al respecto.
Torcer el brazo duele. Está bien, está bien...: no tanto como “desaparecer” a alguien. La metáfora es igual de infeliz, de todos modos. Huele a deseo de tortura.
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