Por Eduardo van der Kooy
Hay saturación. La cabriola que acaba de hacer Daniel Scioli con la reforma política en Buenos Aires está provocando un zarandeo en el PJ y ha acentuado el malhumor de no pocos intendentes.
Tres razones apuntalarían semejante descontento: la total falta de autonomía política del gobernador bonaerense respecto de Néstor Kirchner; la decisión de hacer indivisibles las internas abiertas y simultáneas en la Provincia y la Nación; la habilitación, otra vez, de las candidaturas testimoniales que resultaron un fiasco para el kirchnerismo y un lastre para aquellos intendentes en las legislativas de junio.
El peronismo bonaerense pareciera estar descubriendo a un Scioli desconocido. ¿Dónde está el equilibrista?, se interrogan dirigentes del PJ. El gobernador hizo su carrera, que inauguró en la década de los 90, colocando siempre un pie en la orilla de su jefe político circunstancial y otro en la de la sociedad. Así sobrevivió a Carlos Menem y a Eduardo Duhalde. Muchos pensaron que la historia se repetiría con Kirchner. Pero no.
Su acompañamiento como vicepresidente fue observando, en efecto, como el de aquel equilibrista. Su candidatura a gobernador resultó funcional -y mucho- a la victoria de Cristina Fernández en el 2007. Hasta ese momento la ola kirchnerista pareció en ascenso. Pero Scioli acompaña ahora las aguas de la rompiente, sin atinar a salir de ese curso casi fuera de control.
El gobernador había recogido las sugerencias del PJ provincial para que la reforma política tuviera alguna independencia de la sancionada a instancias de los Kirchner en el Congreso. También, para que aboliera las candidaturas testimoniales que provocó a la mayoría de los intendentes una fuga gruesa de votos. Bastó una advertencia del ex presidente y los consejos jurídicos y legales de Carlos Zannini, el secretario Legal y Técnico, para que esa tortilla se diera vuelta.
Asombra, de verdad, la obstinación. La de Scioli, quien nunca comulgó con las testimoniales aunque las aceptó sin remedio en junio. Luego de la derrota hizo una tímida autocrítica. También la de Kirchner, a quien todas esas argucias terminaron jugándole en contra y acicateando -en Buenos Aires y el país- la mala disposición popular.
Muchos intendentes suponen que esa dependencia ha llegado a un límite. Y que sus horizontes políticos empezarían a oscurecerse si no lograran tomar distancia, con premura, del seguidismo que Scioli hace con Kirchner. ¿Cuál sería la premura? Esperar, como máximo, hasta abril o mediados del 2010. "Hay que asegurarse mínimamente la gobernabilidad", explican. La gobernabilidad tiene relación con el flujo de dinero que, como si fuera una lotería, reparte Kirchner obviando los poderes del gobernador.
Existe un grupo de 14 intendentes bonaerenses peronistas que deliberan todas las semanas. No es todavía un número significativo y, menos aún, su composición: hay apenas tres o cuatro del conurbano. Los demás pertenecen al interior de la provincia, donde la influencia kirchnerista decreció ostensiblemente a partir del conflicto con el campo.
Uno de esos intendentes es Pablo Bruera, de La Plata. Un dirigente crucificado por Kirchner después del revés electoral de junio. Otro es Sergio Massa, de Tigre, que fue jefe de Gabinete de Cristina tras la renuncia de Alberto Fernández. Esos dos hombres y aquel lote de intendentes tienen a Kirchner y a Scioli en una sola mira.
La mayoría prefiere el anonimato porque temen las represalias del ex presidente. Massa ha intentado construir en Tigre una pequeña fortaleza que lo ponga a resguardo de las arbitrariedades del poder central. Termina de realizar una reforma impositiva que le permitirá a su municipio un grado de autonomía financiera del que carecen los demás. La autonomía financiera suele desmalezar los senderos de la política.
Tampoco aquel núcleo de intendentes están convocados sólo por un afán de oposición: creen que el PJ bonaerense requiere nuevos espacios desatados del kirchnerismo y sin los condicionamientos que establece también el duhaldismo residual.
Esa misma formulación están planteando desde hace tiempo un puñado de dirigentes peronistas que, en el plano nacional, renegarían de la polarización que intentan establecer Kirchner y Duhalde. Un representante de esa línea es Juan Manuel Urtubey. El gobernador de Salta suele ser interlocutor frecuente de Alberto Fernández.
Hace diez días aquellos trazos que la necesidad política va esbozando terminaron por encontrarse en un punto. Massa y Alberto Fernández cenaron en la casa que el intendente tiene en Tigre.
Fueron más de cinco horas que empezaron un día y concluyeron en la madrugada del otro. Los ocupó el presente pero también el pasado: boyaban ciertos resquemores y cuentas pendientes entre ellos. ¿Por qué razón? Massa sucedió a Alberto Fernández en la jefatura de Gabinete de Cristina. Fue una sucesión traumática por varios motivos. Las circunstancias políticas, con el conflicto del campo sin resolver y un ascendente malestar social. La fría relación de Massa con Kirchner, que complicó mucho su tarea con Cristina. El rencor que la Presidenta guardó siempre contra Alberto Fernández y que, conscientemente o no, se encargó de transmitir a Massa mientras el intendente estuvo en el Gobierno.
Superadas las viejas cuitas, se impuso la actualidad. Entre los ex jefes de Gabinete no hubo demasiadas discrepancias sobre lo que sucede ahora. Menos, todavía, cuando la conversación discurrió en torno a Guillermo Moreno, el secretario de Comercio. Tal vez la mayor sorpresa haya sido la ácida opinión de Massa sobre cosas que ocurren en la ANSeS, donde estuvo a cargo cinco años. Y el rumbo que tomaron algunos ex compañeros de ruta.
De ese encuentro no salió ningún acuerdo. Sólo la voluntad de Massa y de Alberto Fernández de buscar, cada uno por su cuenta y en distintos planos, las alternativas que no empujen al peronismo a la trampa que plantearían Kirchner o Duhalde.
El tiempo dirá si ese propósito hará historia o morirá como una anécdota.
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