Por Pepe Eliaschev
Cuando se trata de interpretar el subtexto de lo que viene sucediendo -sobre todo en términos de civilización y convivencia- en materia política- uno no puede menos que advertir que los resultados que se consiguieron la semana pasada en la Cámara de Diputados para la elección de las nuevas autoridades, más allá de la poco atractiva aritmética partidaria, indican un curso de acontecimientos que consolida rasgos ominosos y poco estimulantes para el corto y mediano plazo de la Argentina.
Hablo de la dificultad enorme que sigue viviendo la Argentina para poder admitir con naturalidad en la vida cotidiana una cultura del diálogo, de la convivencia y de la búsqueda de comunes denominadores. Este último concepto, lo que llamamos comunes denominadores, es en esencia lo que rechaza y cuestiona en bloque el oficialismo que gobierna hace largos seis años y medio a la República Argentina.
La existencia de comunes denominadores no es otra cosa que la inteligencia práctica que presupone advertir que, en cierto tipo de situaciones, las diferentes fuerzas que protagonizan el debate político pueden acordar, reduciendo sus expectativas, cuestiones que permitan avanzar con mayor consenso. La noción de consenso no solamente es ajena al pensamiento del oficialismo, sino que éste la recusa, la cuestiona, la combate, como si fuera el epicentro de su enemigo principal.
No cree el oficialismo kirchnerista que la búsqueda de comunes denominadores sirva para gobernar un país. Antes bien, remedando -por ahora de manera pacífica- las enseñanzas del vanguardismo revolucionario de los años ’70, asumen la conducción del país con un criterio foquista. Consideran que, aún siendo minoría, un grupo que tiene la capacidad de actuar, la decisión suficiente, el liderazgo y la voluntad subjetiva, puede producir cambios al margen de que no tenga el consenso ciudadano.
Si bien es verdad que, hasta cierto, punto resulta inapropiado comparar las técnicas revolucionarias en épocas de confrontación violenta, con la gestión de un Estado de un país en épocas relativamente más pacíficas, también es cierto que el oficialismo no puede con su genio.
El kirchnerismo no puede evitar que su derrotero político e ideológico esté atravesado por esa concepción foquista, según la cual la gente se equivoca, y esta “equivocación” no debe ser un obstáculo para que una conducción firme -un “foco” político e ideológico- conduzca los destinos del país, hasta que de alguna manera la mayoría tome conciencia, se “des-enajene”, y apoye lo actuado por la conducción.
El foquismo kirchnerista que acaba de ser circunstancialmente –y sólo circunstancialmente- derrotado en la Cámara de Diputados, viene de una derrota electoral notable el 28 de junio. Sin embargo, no actúa el Gobierno Nacional con la conciencia de ser minoritario. Actúa con la convicción de que la retención de las palancas del poder, alcanza y sobra para seguir dirigiendo a la República como si estuviera siendo apoyado por la mayoría.
Tengo para mí que acá está la clave, el episodio estratégico central en torno de la cual tenemos que polemizar y organizar una nueva manera de vivir en la Argentina desde 2010.
El Gobierno tiene plena legalidad para seguir ejerciendo el cargo para el que recibió un mandato y, desde luego, tiene la legitimidad que le da la elección presidencial de 2007. Pero no puede presumir que la legitimidad de 2007 es irrevocable y eterna, en tanto y en cuanto persista el matrimonio presidencial en la convicción de que puede gobernar en contra de las decisiones, la voluntad o la resistencia de la abrumadora mayoría de la ciudadanía.
Por eso, me parece que más allá de la anécdota, y de la circunstancia pequeña de las decisiones en la Cámara de Diputados -toda vez que ya se han aprobado leyes que habrán de pesar gravemente sobre el destino del país en los próximos años-, la lección que dejan los acontecimientos es que la Argentina tendrá que discutir una nueva forma de autogobernarse, no sólo rescatando y recuperando un federalismo pulverizado por la acción del Poder Ejecutivo, sino fundamentalmente reestructurando la institucionalidad del país sobre la base de la búsqueda de denominadores comunes, algo en lo cual la oposición tendrá que hacer un aporte sustancial.
Lo que estamos viendo es, en definitiva, la rispidez, la fricción, el enfrentamiento entre dos maneras de concebir la cosa pública. La que esgrime el Gobierno no puede ser denominada de otra manera que la concepción de una minoría iluminada, convencida de que en algún punto las grandes masas habrán de darse cuenta. ¿Y si no se dan cuenta?
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