Por Pepe Eliaschev
Atascados en la noria de las regurgitaciones eternas, nada nos sorprende. Nuestros asombros son vaporosos y fugaces. El impacto emocional de hoy se diluye mañana en la atropellada semántica de otra tormenta emocional.
¿Acaso hay alguna palabra que se repita más que “escándalo” en los medios nacionales? No la hay, pero el chapoteo pornográfico en una cotidianidad escandalosa no la hace más virtuosa a la Argentina. Al contrario. Confortables en demasía que ya no sorprenden a nadie, habitamos el tiempo de los excesos convertidos en rutina. Las afrentas no duelen, las injurias no hieren, las mentiras no ofenden.
Supremo sacerdote de la banalidad insultante, la boca más grande y vociferante del Gobierno argentino compara a Nixon con Macri. La casi totalidad de quienes acceden a los medios no atinan a recordarle al incontinente jefe de Gabinete que ese presidente renunció a la Casa Blanca casi dos años después de que The Washington Post descubriera el affaire Watergate, pero sólo al cabo de una investigación del Congreso que lo conminaba al republicano a someterse a juicio político.
Aníbal Fernández, en cambio, quiere derrocarlo a Macri como resultado de las gestiones del espartaquista Norberto Oyarbide. Las tropelías fernandistas se consuman a la luz del día ante una sociedad que convive en resignado renunciamiento con los despropósitos más disparatados.
A las 10 de la mañana del jueves último, por ejemplo, ocho cuarentones ridículamente tocados con boinas de comandos militares cerraron la avenida Rivadavia a la altura del Congreso nacional. Decían ser “combatientes” de Malvinas, a los que no se les reconoce su supuesta participación en una guerra de hace 27 años.
Lo notable es la naturalidad del disparate. Eran ocho cortando la avenida y millares los vehículos que coincidían en aquel desbarajuste fenomenal, infinidad de gente atascada ante un piquete protegido por la Policía, adecuadamente adoctrinada para no “criminalizar la protesta”.
Lo más estremecedor es que a todo nos adecuamos: esas ocho personas cortaban la avenida mientras millares de seres humanos, afrentados y enloquecidos de furia, mirábamos con mansedumbre de vacas a los nuevos dueños del espacio, custodiados por una Federal con oficiales de relucientes y altas botas de cuero y rotundos patrulleros protegiendo el piquete malvinero.
Pocas veces un texto como el publicado por este diario la semana pasada y firmado por Adolfo Pérez Esquivel desparramó tamaña colección de prejuicios venenosos, afirmaciones expresivas de ridícula ignorancia y explícitas confesiones de judeofobia, como esa erupción de odio a propósito de una supuesta “masacre” hecha por los judíos de Israel contra los árabes palestinos.
Por lo pronto, pedregosa aunque imperdonable ignorancia: Pérez Esquivel admite ante el visitante presidente de Israel, Shimon Peres, que (¡15 años después!) “es imprescindible investigar y buscar a los responsables para reparar el daño a la comunidad judía”. O sea que los 85 asesinados del 18 de julio de 1994 fueron bajas judías, no víctimas de un ataque contra la Argentina. Para Pérez Esquivel los judíos deben ser extranjeros en la Argentina, huéspedes de sus anfitriones criollos.
Ese antisionismo de izquierda que se viste de ropaje progresista supera largamente la retórica de veteranos nacionalsocialistas. Coquetea con las expresiones más aviesas del antisemitismo reprimido. Eso explica que el venezolano Hugo Chávez y su régimen socialista sean socio principal de Majmud Ahmadinejad en América latina.
Pero si Cristina Kirchner le dice al presidente Peres que no le gusta que le elijan sus amigos porque ella no se los elige a nadie, ¿quiere decir que para este Gobierno es normal tener relaciones íntimas con alguien que, a su vez, está aliado a un régimen que proclama que Israel debe desaparecer del planeta?
Para Pérez Esquivel, claro, las responsabilidades sólo son israelíes y cuando las fuerzas militares de Hamas y Al Fátah se matan entre ellas en Gaza o en Cisjordania, no hay “masacre”, como tampoco la hubo en 1970, cuando el ejército del rey Hussein de Jordania aniquiló a las huestes de Arafat y expulsó a sangre y fuego a decenas de millares de palestinos.
Ausente ya la experiencia del asombro, en el tinglado nacional se perpetran alegremente hechos abusivos y enormidades retóricas. Pérez Esquivel, por ejemplo, escribe que en la Argentina hay una comunidad “israelí”. ¿Alguien le explicó que en el Estado de Israel hay dos millones de árabes y sólo cinco millones de judíos? ¿Alguien le informó que israelíes e israelitas no son la misma cosa?
Eso sí, coherente con los más rancios estereotipos antisemitas, el Nobel de la Paz de 1980 asegura que los judíos argentinos (220 mil en 40 millones) son “muy numerosos” y –sobre todo– “muy fuertes”. Nada de que alarmarse: en una crónica sobre la presencia de Peres en Buenos Aires, Clarín aseguró que el presidente israelí escuchó un recital en una tanguería del Abasto en la que se congregó “la mitad del PBI argentino”.
El sobredimensionamiento de la comunidad judía argentina no es inocente; es una política visceralmente compartida por todos los peronismos, desde el menemista al kirchnerista.
Como un estercolero de acceso libre, el escenario público que hoy exhibe este país es de deprimente vulgaridad. Iletrados funcionarios rebuznan superficialidades insultantes; saben que aquí todo sigue su curso y nada grave ocurre en una sociedad reacia a los castigos y embriagada de transgresiones.
¿Será el alba de un tiempo diferente? No de inmediato, ni mucho menos. Estos años de pacto con el abismo no producirán una reversión balsámica instantánea. Es bueno intuir que tras tanto abuso, tiempos más curativos vendrán. Pero hoy no hay razones sólidas para profesar optimismo, ni siquiera moderado.
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