martes, 23 de febrero de 2010

No toda suma, suma y no toda resta, resta


Por Ernesto Tenembaum

Si no le gustan las matemáticas, pase de página. Es una disciplina difícil, digamos, bien kirchnerista: se la ama o se la odia, se la entiende, disfruta, indaga o se la rechaza de plano. No hay términos medios.
No hay que ser un estudiante avanzado del tema para saber que no toda suma, suma, y que no toda resta, resta. Esto es así, en parte, porque existen los números negativos. Entonces, si a un dos se le suma un menos dos, el resultado es cero y no cuatro. Al revés, si a un dos se le resta un menos dos, el resultado es cuatro y no cero.

Lo curioso es que esta paradoja se puede aplicar casi linealmente a otros órdenes de la vida como, por ejemplo, la política. El ejemplo tomado no es casual. Esta es una columna política. Hace tiempo que vivo de tratar de explicarla.

En los tiempos gloriosos del kirchnerismo, aquel bienio 2003/2005 que quedará en la historia como uno de los más sensatos y alentadores de nuestras tres décadas de democracia, el entonces presidente Néstor Kirchner tomó una decisión que, seguramente, figure para siempre como un salto de calidad histórico para la sociedad argentina.

Designó una Corte Suprema independiente.

Fue una medida notable. En mi caso personal, y creo que para muchas personas fue así, la designación de personalidades como Raúl Zaffaroni o Carmen Argibay en el más alto tribunal me generó una gran esperanza y, sobre todo, sorpresa. No lo esperaba de Kirchner. El mismo hombre que en Santa Cruz había diseñado una Corte a su imagen y semejanza, tan anegada de amigos y cómplices, ese mismo dirigente, designaba a juristas de primer nivel y probada independencia.

La decisión fue tan valiente e iba tan a contramano de lo que todos los políticos peronistas habían hecho que generó una gran corriente de simpatía social. Kirchner desandaba el camino del menemismo. Kirchner desandaba su propio camino. Y entonces, seducía a propios y ajenos, a una sociedad harta de quienes acumulan poder a toda costa.

“Sabemos que estamos ante un final de época; atrás quedó el tiempo de los líderes predestinados, los fundamentalistas, los mesiánicos”, decía, por entonces.

Volviendo al ejemplo matemático. Con esa medida, Kirchner renunciaba a controlar el Poder Judicial. Aparentemente, perdía poder: restaba. Pero ganaba un enorme consenso social. Con lo cual, su poder crecía. El control de la Justicia por el Poder Ejecutivo, en este sentido, era un número, pero negativo, parecía que sumaba pero restaba consenso social y, por lo tanto, poder. Desembarazarse del control de la Justicia, al parecer, era una resta, pero como lo que se restaba era negativo, terminaba siendo una suma.

Kirchner fue ganando respaldo popular por esa y otras medida en las que se proyectaba como alguien distinto. Restaba poder, pero eso le sumaba poder. En algún sentido, se estaban descubriendo nuevas reglas. La sociedad respetaba a alguien que se sacaba de encima la idea de controlar todo y parecía dispuesto a convivir con un poder prestigioso y autónomo.

Tan prestigiosa y tan autónoma fue la construcción de Kirchner que no pasa un día, por estos tiempos, sin que ministros de la Corte le expliquen al Poder Ejecutivo cuáles son sus límites en una sociedad democrática: que no son un partido judicial, que los políticos deben arreglarse solitos, que deben limpiar el Riachuelo, que es necesaria una reforma del Consejo de la Magistratura.

Esa fórmula matemática puede explicar también la pérdida de poder del kirchnerismo. Así como, al comienzo, Kirchner construyó poder al dar señales de que no pretendía controlar todo, luego empezó a perderlo al intentar sumarlo. Sumó números negativos.

Un ejemplo: los intendentes del conurbano, la estructura que él mismo había llamado “cuasimafiosa” y luego incorporó como si nada. Parecía que, al lograr someterlos y aliarse con ellos, Kirchner sumaba pero –en realidad– perdía consenso y, con eso, poder. El control del Indec, los superpoderes, la reforma del Consejo de la Magistratura, el apoyo a Rovira en Misiones, la alianza indestructible con la burocracia sindical, o con Ramón Saadi en Catamarca, formaron parte de una visión muy lineal de la construcción política. Todo lo que suma, suma, parecía decir.

Y no era así.

Porque los políticos viven del consenso popular y las malas compañías, por eficientes que sean en la organización de actos, o en el supuesto control de sus territorios, terminan siendo muy costosas y dañinas.

El máximo ejemplo de esto –imposible de medir en sus efectos– fue el proyecto de reelección indefinida, aplicado en este caso con el gambito que consistía en alternar hasta la eternidad, en la Casa Rosada, a dos miembros del mismo matrimonio. La sociedad ya había dicho claramente que no a la reelección indefinida durante la década del noventa. Los Kirchner, y muchos de sus seguidores, resolvieron en un momento que eso era una pavada y que una cosa es cuando se quiere quedar para siempre un malo y otra cuando quienes lo quieren hacer son dos buenos.

El control del Indec parece que suma, pero resta. La reelección indefinida, también. Y ni que hablar con la acumulación de terrenitos, cuentas bancarias, millones de dólares, inversiones hoteleras y todo esas cosas.

Parece que uno es repoderoso. Pero está perdiendo poder todo el tiempo. Es que la sociedad argentina se ha puesto, cómo decirlo, muy matemática últimamente y tiene una concepción muy extraña de los números enteros, negativos, periódicos, imaginarios.

Una concepción de derecha y agrogarca de la matemática. Quizá sea hora de prohibir los números negativos. Deforman el cerebro de la gente. O de ser más sencillos: lo que suma, suma; y lo que resta, resta.

Eso.

En este país se ha perdido la sencillez, el placer de las pequeñas cosas, la emoción ante un paquete de Criollitas. Cuando lo recuperemos, el pueblo volverá a ser feliz. Mientras tanto, mejor estudiar un poco de matemáticas

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