Por Jimmy Burns Marañon
Era diciembre de 1981 cuando llegué por primera vez a Buenos Aires como corresponsal extranjero relativamente joven, a los 29 años. Un alto ejecutivo de una gran multinacional había convencido al editor de mi entonces empleador,
Financial Times, que un diario con tanto prestigio e influencia debía brindar cobertura más regular de
las oportunidades de inversión que se presentaban en una de las economías en desarrollo del mundo.
En cuanto llegué despedí, lo más diplomáticamente posible, a nuestro corresponsal anglo-argentino, un periodista de la vieja escuela que había dedicado demasiados años a beber mucho y se había olvidado de cómo se escribía. Abrí una oficina en el
Edificio Safico con un par de tipeadores, un teléfono y una secretaria.
Esperaba mi designación en el extranjero con una mezcla de entusiasmo y temor. Antes de partir de Londres, el charge d"affairs de la embajada de Argentina me había invitado a un almuerzo con roast beef y vino francés antes de promocionar a la Argentina como el país que tenía los mejores bifes del mundo, excelentes vinos y, por supuesto, atractivas mujeres.
De los distintos encuentros que había tenido por entonces con algunos exiliados argentinos, había escuchado un relato diferente, sobre un régimen militar y su contextual cultura de violencia e intolerancia que había hecho desaparecer miles de personas.
Nada de lo que me habían contado de un lado u otro me preparó lo suficiente para los acontecimientos que se produjeron a los pocos días de mi llegada. Ese diciembre, un golpe reemplazó a una junta militar encabezada por el General Viola por otra liderada por el
General Galtieri, lo que allanó el camino para la
ocupación militar de las Islas Malvinas en abril de 1982.
Durante los cinco años y pico que trabajé como responsable de la oficina del FT en el Cono Sur, pasé por la guerra en el Atlántico Sur (durante la cual fui arrestado -acusado erróneamente de ser espía- y recibí amenazas de muerte),
fui testigo de más muertes no contabilizadas en manos de los militares, memoricé el juicio a Las Juntas, celebré la victoria de Alfonsín y sufrí una espiral inflacionaria y una crisis de deuda, lo que se convirtió en el primer episodio de un proceso de desintegración social y política que surgió tanto de manos de los peronistas como de los radicales.
Desde que mi función en la Argentina llegó a su fin en 1986, regresé en dos ocasiones -durante el gobierno de Menem- pero fue recién hace poco, después de este Año Nuevo, que tuve la oportunidad -después de más de 10 años- de
tratar de reconectarme con un país que sentía que había comenzado a olvidar.
Volví con mi antigua libreta de contactos ajada en los bordes y con demasiados números que ya no servían. Estaba ansioso por hacer nuevos amigos y encontrarme con los viejos, descubrir nuevos lugares y disfrutar los que ya conocía, mientras al mismo tiempo le tomaba el pulso al país -su política, finanzas y cultura-
con espíritu de turista inquisitivo y corresponsal extranjero ahora semi jubilado.
Una vez más, me sorprendió la velocidad con la que los acontecimientos me superaron. Apenas había tenido tiempo para recuperarme de los efectos del jet lag y aclimatarme al calor después de las temperaturas bajo cero de Europa, cuando descubrí que Buenos Aires no estaba tanto de vacaciones sino inmerso en un inquietante “quilombo” que, a criterio de algunos, solamente aspiraba a reducir la política de la Argentina a la de un estado delincuente.
Escuché varios argumentos y explicaciones de varios amigos argentinos -cuyas opiniones mayormente se merecen mi respeto y confianza- pero cuanto más me contaban, más sentía la necesidad de centrarme en los hechos y no en las teorías conspirativas. Y tuve que admitir que
me costó comprender la credibilidad democrática de un gobierno que despide al presidente del Banco Central y trata de transferir las reservas para su propio uso, violando lo que se había acordado semanas antes en el presupuesto nacional, y durante el receso del Congreso.
En el mejor de los casos, éste es un gobierno que actúa por decreto y decide las políticas sobre la marcha; en el peor, están resurgiendo con ganas los viejos fantasmas del peronismo, en forma inexplicable e ideológicamente confundidos.
Pero cuanto más tiempo permanecía en Buenos Aires y profundizaba mis contactos, más me daba cuenta de que la Argentina que estaba viviendo era, en algunos aspectos, muy distinta al país que conocí la primera vez que llegué. En primer lugar,
las acciones del Gobierno eran abiertamente criticadas, cuando no frenadas, por una oposición menos que unida, por sectores de los medios de comunicación (algunos de los cuales, como Clarín, inmersos en su propia guerra con el kirchnerismo),
por dos jueces (uno en Argentina y otro en Nueva York) y
las reacciones generalmente negativas fuera del país.
En resumen, el panorama político me parecía algo confuso y difícil de explicar. Eso sí, la temporada de buena voluntad -si alguna vez existió- parecía haberse evaporado rápidamente aunque la moneda -gracias en parte a las Fiestas- se mantuvo notablemente estable durante mi estadía.
Llegué el día de Reyes y posteriormente me encontré con el tipo de violencia verbal que creí había quedado en la historia de la Argentina. Las palabras que distorsionaban la realidad política contemporánea tales como "golpistas", y "patria", términos que recuerdo perfectamente se utilizaban con demasiada frecuencia y equivocadamente cuando las fuerzas armadas dominaban la escena.
Menos mal que la violencia de las palabras no se tradujo en violencia de acción política al extremo que viví en otra época. Conocí
varios argentinos de diferentes clases sociales que estaban asustados por la violencia, pero por lo general
se referían a la violencia ligada a los delincuentes comunes y funcionarios públicos no profesionales y no a la maquinaria represiva organizada del estado militarizado.
Así fue como en Recoleta encontré unos vecinos que preferían no salir de noche por temor a ser asaltados, mientras que en el conurbano, los residentes pobres informaban sobre la brutalidad de descontrolados elementos de la policía.
Y, sin embargo, fue mi experiencia como turista la que me dio las mayores sorpresas. Nunca podría haberme imaginado a principios de los ‘80 que un día caminaría por la Casa Rosada con un grupo de brasileños ligeros de ropa y europeos algo más serios durante una visita guiada, a cargo de un equipo de
agradables Granaderos que hablaban varios idiomas.
Fue gratificante ver, poco tiempo después de entrar al edificio, dos grandes salones -uno dedicado a la Mujer Argentina y otro a los Científicos Argentinos. Cuántas veces, como corresponsal, habré escrito sobre la persecución de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo -pero en 2010 ya no marchaban dando vueltas alrededor de la Pirámide de Mayo con un terrible ritual recordatorio, sino que finalmente recibieron el respeto que merecen por parte del Estado.
Cuántas veces habré comentado, como corresponsal extranjero en otra época, cómo eran reconocidos los militares y deportistas (encabezados por Maradona) argentinos y cómo se ignoraba a los grandes inventores y conciliadores. Y, sin embargo,
ahora los hombres de la ciencia y esos diplomáticos que trabajaron por la paz y no por la guerra, algunos de ellos ganadores de un Premio Nobel, fueron legítimamente santificados.
Disfruté, más que cualquier otro turista, poder sacar fotos desde el balcón donde había visto a Galtieri prometiendo cierta victoria sobre Thatcher y las otras fuerzas de la OTAN, y la recuperación, bajo su majestuoso gobierno, de las legendarias islas. Un turista norteamericano simplemente quería permanecer ahí, donde Evita había estado parada, no la Evita de la historia sino la del musical escrito por dos ingleses.
Nuestro guía nos recordó que no sólo Galtieri sino también Perón y Evita habían estado allí, junto con Alfonsín, Maradona y el equipo campeón del Mundial de 1986. Sin embargo, por razones que el gobierno debería explicar, nos dijeron que en ese balcón también permaneció
Juan Pablo II durante la guerra de Malvinas. Por lo que recuerdo, el Papa habló al pueblo argentino en Palermo donde su sermón contribuyó a poner fin a una guerra que nunca debería haber existido.
La única vez que oí mencionar públicamente a
las Malvinas durante este viaje fueron las quejas de los
veteranos no reconocidos, quienes habían armado un campamento de protesta en la Plaza de Mayo. La mayoría de los turistas, al igual que la mayoría de los porteños, parecían ignorarlos cuando pasaban cerca. En cambio, estaban concentrados en las ferias de artesanías que los fines de semana ahora se extienden desde la calle Defensa hasta la Plaza Dorrego. Ese lugar de artesanos provenientes de toda América latina fue para mí una experiencia liberadora, en contraposición al lujo excesivo de las grandes galerías comerciales y las pretensiones de
Puerto Madero, que sigue siendo el legado de la extravagante década de los ‘90.
Pero después de diez días en Buenos Aires, tuve una experiencia que fue alentadora. Con un viejo amigo que había sobrevivido a la represión almorcé en un barrio en el que antes vivían mayormente los oficiales militares enriquecidos. Ahora estaba ocupado por civiles. Me quedé un rato observando las nuevas generaciones de jóvenes. Aparentaban tener menos miedo de sus compatriotas que el que sentían sus padres y abuelos en una época no tan lejana, cuando hasta los alumnos de las escuelas podían ser condenados como subversivos y cuando demasiados asesinos gobernaban el país.
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