viernes, 19 de marzo de 2010

Mis Gloriosos Hermanos


Por Ernesto Tenembaum


El poder de un libro

Hace pocos días, un gran amigo les regaló a mis hijos un libro que marcó mucho mi adolescencia. Se llama Mis gloriosos hermanos y su autor es el norteamericano Howard Fast. Se trata de un relato épico sobre la revuelta del pueblo judío contra el imperio asirio ocurrida un siglo y medio antes de Cristo. “Por espacio de tres décadas libraron una batalla que, como esfuerzo de resistencia y liberación, casi no tiene paralelo en la historia de la humanidad”, cuenta el autor, en la primera página.

Lo leí por primera vez hace unos treinta años y recuerdo que es una variante hermosa y turbulenta de la leyenda de David contra Goliat, el pequeño que enfrenta al gigante, el débil que enfrenta al fuerte, la cual se repite, cíclicamente, en distintos episodios de la historia del pueblo judío. Entrado el siglo XX, el relato de la rebelión del gueto de Varsovia, su lugar central en la autopercepción judía posterior al Holocausto tiene, quizás, el mismo sentido, la misma mística.

Otro amigo que, en estos mismos días, publicó un libro de su autoría, me decía: “No sé. Veo sobre la mesa un par de ejemplares de mi libro y no lo puedo creer. Me da vergüenza, pudor, orgullo, le reconozco al tema una importancia que sólo yo le doy. Sé que va a quedar en la historia de mi vida. Para siempre, lo voy a mirar en mi biblioteca... si es que en unas décadas las bibliotecas existen, y si es que los libros existen”.

¿Existirán los libros y las bibliotecas cuando mi amigo sea bisabuelo y, cada tanto, eche una mirada vanidosa a su propia –y pequeña, hay que decirlo– obra?

Mis gloriosos hermanos fue publicado por primera vez en 1948. “Fue, en cierto sentido –escribió Fast–, la primera lucha moderna por la libertad y estableció una pauta que siguieron muchos movimientos posteriores. Esa historia... es la que he tratado de narrar aquí, pues considero que en esta época problemática y amarga es útil y necesario recordar la antigua entereza del género humano.” El ejemplar que llegó a manos de mis hijos era el último que quedaba en la ciudad de La Plata y fue editado en 1995, es decir, hace quince años.

Yo no creo que los libros dejen de existir. Por alguna razón extraña, muchas personas creen que los avances tecnológicos desplazan a sus predecesores en lugar de superponerse a ellos como capas geológicas. ¿Quién iba a seguir leyendo diarios desde el momento en que apareció la radio? ¿Y quién seguiría escuchando radio luego de la aparición de la tele? ¿Para qué serviría ir al cine luego del descubrimiento del reproductor de video? ¿A quién se le va a ocurrir acumular libros si se podrá tener miles de esos libros archivados en una aparatito liviano y pequeño como una caja de fósforos? Tiene su lógica el razonamiento, pero algo hace que algunas cosas –como los diarios de papel, la radio, los libros– perduren.

Quizá las nuevas generaciones encuentren en el brillo de una pantallita la belleza que nosotros sentimos en ese olor a tinta que inunda cuando uno entierra la cara en un libro recién impreso, en la intimidad de la relación entre un lector y un libro –que no se produce con la dichosa pantallita–, en el tempo tan particular que significa sentarse con ese objeto y empezar a recorrerlo, y mirar con cierto orgullo, digno quizá de mejores causas, a medida que el señalador avanza y refleja el camino recorrido.

Hay otro motivo por el que, seguramente, los libros no dejarán de existir. Muchas personas les atribuyen un poder casi mágico, que obviamente no tienen. Grandes novelas tienen como protagonistas a libros poderosos, y es difícil que alguna vez en ellas aparezcan “ordenadores”, como dicen los gallegos, en un lugar tan mágico, misterioso, intrigante.

En el segundo tomo de Harry Potter, por ejemplo, es un libro el que expresa los designios del maléfico Voldemort. Y en El nombre de la rosa, el asesino mata a través de incitar a sus víctimas a la lectura de un libro maldito. “Huye de los profetas y de los que están dispuestos a morir por la verdad, porque antes suelen provocar también la muerte de muchos otros, a menudo antes que la propia y a veces en lugar de la propia...

Quizá la tarea del que ama a los hombres consiste en lograr que estos se rían da la verdad, lograr que la verdad ría, porque la única verdad consiste en liberarnos de la insana pasión por la verdad”, concluye, curiosamente, ese texto. ¿Se imaginan esas palabras en una pantalla tipo iphone? En El juego del ángel, de Carlos Ruiz Zafón, el diablo, disfrazado de editor de libros, intenta convencer a un autor –tamaña ingenuidad– para que escriba un libro fundante de una nueva religión.

Es raro, apenas se trata de objetos pero despiertan imaginación, paranoia, pasiones encontradas, como si no fueran sólo letras que se leen más o menos rápido, y se olvidan la mayoría de las veces. Los libros son leídos por una ínfima porción de una sociedad, y –en general– logran alguna trascendencia sólo si expresan un fenómeno social subyacente.

O sea: que no valen por sí mismos. Pero, a lo largo de la historia, dictadores, o gobernantes con algún costado fascistón, o sus amanuenses y alcahuetes, han quemado libros, los han prohibido, han perseguido a sus autores, los han obligado a retractarse o han orquestado campañas de difamación contra ellos, tan pequeñas como autodenigrantes.

Se los ha temido desde la izquierda y desde la derecha. Siempre, en la historia de los seres humanos, ha habido personajes menores dispuestos –curiosamente– a ensañarse con libros que no han leído, a defender a sus líderes atacando a quienes publican textos que puedan ofenderlos.



Y todo sin ningún sentido.



Howard Fast, el autor de Mis gloriosos hermanos, supo de ello porque –pese a haber sido leal a su país durante la Segunda Guerra– era un judío comunista que fue encarcelado durante el macartismo. Entre rejas escribió Espartaco, su novela más famosa, que trataba de una rebelión de esclavos en la Antigua Roma. Edgar Hoover hizo lo imposible para que el texto no se publicara –los libros, siempre los libros–. Pero fue derrotado. En 1960 se estrenó la película, interpretada en el cine por Kirk Douglas y Laurence Olivier. Parece que Fast era de esos tipos valiosos pero confundidos, que en 1953 recibió el premio Stalin de la paz, pero en 1956 dejó el comunismo por el espanto de la represión comunista en Hungría. Hubo muchos de ellos en aquellos tiempos.

En cualquier caso, dejó varios libros. Uno de ellos, mi preferido, es Mis gloriosos hermanos. Ojalá mis pibes dejen un rato de jugar a la wii, para poder leerlo de nuevo, ahora con ellos. Es una edición de tapa dura. En la dedicatoria dice: “A todos los hombres, judíos y gentiles, que dieron su vida en la antigua e inacabada lucha por la libertad y la dignidad humanas”.



Ustedes disculpen, pero los dejo. Creo que me voy a pasar un buen rato.

No hay comentarios:

Publicar un comentario