Por Ernesto Tenembaum
Hace unos días, un colega al que no veo desde hace años escribió una nota sobre la movilización que existe en España para defender al juez
Baltasar Garzón. El texto contenía referencias nostálgicas a la guerra civil española, sus canciones, su mística. Así que me robé su e-mail del pie de la nota y le mandé una recomendación, la misma que ya he hecho cientos de veces, con otros amigos, por radio, y por cuanta vía se me aparece.
Tenés que leer
El Corazón Helado, le dije. Pocos libros me han impactado tanto. Es largo, le aclaro. Como novecientas páginas. Muchas veces me tienta decir que es el mejor libro que leí en mi vida. Pero es una tentación a la que no voy a ceder, porque eso depende de tantas cosas, ¿no? Pero que está en el top five, se lo discuto a cualquiera.
Por una vez, prometo no contar el final: solo los detalles básicos de la trama. Trata sobre la historia de amor –adúltero, arrollador, inevitable– entre el hijo de un próspero empresario franquista y la nieta de un héroe republicano, que se pasó cuatro décadas en el exilio. Sobre esa columna vertebral, la autora –
Almudena Grandes que no casualmente es una de las referentes del movimiento en defensa de
Garzón– cuenta una saga familiar que es, en realidad, un siglo entero de historia española. Y lo cuenta así, como los grandes escritores cuentan las cosas.
A mí me gusta que en esa novela haya buenos y malos pero todos los personajes –aun los traidores– tienen un punto entrañable, alguno miserable y
son descriptos con inteligencia y sensibilidad.
Permite entender lo que es, realmente, una guerra civil, una división social puerta a puerta. Y que después de leerla, la transición española vuelve a parecer un milagro, quiero decir, que no haya explotado allí la guerra de los Balcanes, de tanto resentimiento acumulado.
Pero lo que más me gusta de esa novela es que me hizo llorar con lágrimas. Dos veces. Es decir: que volví a leer lo que ya sabía que iba a leer y lloré de nuevo.
Por eso, al verla a
Almudena Grandes, entre
José Sacristán y
Pedro Almodóvar, hablar a una multitud en Madrid el sábado, se me ocurrió que algunos lectores agradecerán el siguiente regalito.
Es, a mi gusto, la escena más conmovedora de la novela, la que narra las celebraciones de los republicanos en Paris por la muerte de Franco.
El personaje central es Raquel, una nena que ha crecido en el exilio escuchando hablar a sus abuelos de España y la guerra, y a sus padres y a sus tíos de lo hartos que estaban de las anécdotas de esa guerra.
Y esto es lo que ocurre:
“Raquel se acordaría siempre de aquel día, pero no por la milagrosa transformación de su abuela, que parecía de repente una mujer muy joven, porque le brillaban los ojos, y los labios, y el pelo, mientras se movía de prisa, con una agilidad desconocida, caminando como si flotara, como si bailara, como si su sola sonrisa bastara para sostenerla por encima del suelo, ni por la forma en que la miraba su abuelo, pozos salvajes, sombríos, también sus ojos salvo cuando la seguían como si estuviera a punto de enamorarse de ella, treinta y tres años después de que ella lo enamorara por primera vez. Los dos se besaron en la boca durante mucho tiempo cuando terminaron de bailar en una plaza donde otros españoles, mucho más jóvenes y muy distintos, frutos amargos de la España de Franco, estudiantes y exiliados voluntarios de última hora mezclados con pseudoaventureros izquierdistas de buena familia y trabajadores a secas, habían improvisado una verbena con el acordeón de un argentino que sabía tocar pasodobles.
Eran españoles y bebían champán. Eran españoles y por eso bailaban, y cantaban, y hacían ruido, e invitaban a beber, a bailar, a cantar, a cualquiera que se acercara a mirarlos, pero su alegría era distinta, mucho más pura, rotunda y luminosa, más trivial quizá que la que iluminaba las mejillas hundidas de quienes habían pagado un precio elevadísimo por sonreír aquella noche, pero también más entera, más cercana a la felicidad auténtica. Los vieron por casualidad, cuando iban a recoger el coche para volver a casa y se quedaron mirándoles por pura diversión, sólo porque eran tan jóvenes y hablaban tan alto y se reían tan fuerte y hacían tanto ruido y estaban tan contentos.
–¿Sois españoles? –preguntó a la tía Olga el que se fijó en ellos, y Olga bebió de la botella antes de contestar.
–Sí.
–¿Emigrantes? –insistió, y Olga volvió a beber, negó con la cabeza, hizo una pausa y señaló al abuelo.
–Ese es mi padre –dijo–. Ignacio Fernández Muñoz, alias El Abogado, defensor de Madrid, capitán del Ejército Popular de la República, combatiente antifascista en la segunda guerra mundial, condecorado dos veces por liberar Francia, rojo y español –y en su voz tembló una emoción, un orgullo que Raquel no pudo interpretar.
Había escuchado lo mismo tantas veces, ese era su abuelo, el padre de su padre, que cantaba estoy hasta los cojones de la guerra civil, y se reía, y su hermana, que coreaba sus cantos y sus carcajadas, estaba ahora muy seria, tanto que ni siquiera se molestó en limpiarse la lágrima que descendía despacio por su mejilla, pero eso no le sorprendió tanto como la reacción del desconocido, casi un muchacho, que se acercó a su abuelo, le tendió la mano, y se dirigió a él con un acento emocionado, el cuerpo muy derecho, la cabeza alta, un gesto de hombre adulto en la mandíbula.
–Señor, para mí es un honor saludarle.
Raquel, que se acordaría siempre de aquel día, contempló la escena como si estuviera sentada en un cine, viendo una película. El acordeón dejó de sonar, los que bailaban se quedaron quietos, los que cantaban callaron de pronto, y en la plaza pequeña hizo mucho frío, mientras corría un murmullo entrecortado, respetuoso, casi litúrgico, capitán, república, exiliado, rojo, palabras venerables, pronunciadas en voz baja con mucho cuidado y los labios rozando el oído de su destinatario, para no herirlas, para no desgastarlas, para no restarles ni un ápice de su valor.
(…)
Los abuelos, al principio, sólo sentían asombro, un estupor tan profundo que él no acertó a decir nada, cuando estrechó la mano del primero. Yo también quiero saludarle, señor, dijo el segundo, el tercero le llamó camarada, y la cuarta, que era una chica, le dio las gracias, le debemos tanto a la gente como usted, dijo. Entonces la abuela, que había mantenido el llanto a raya durante todo el día, rompió a llorar muy despacio, mimando las lágrimas que se caían de sus ojos con una mansedumbre plácida y templada, estoy muy orgulloso de conocerle, señor, es un placer, un honor para mí, hasta que el último, un chico bajito y menudo con el pelo negro, se cuadró ante él como hacen los soldados, a sus órdenes, mi capitán, y el abuelo cerró los ojos, los abrió de nuevo y, por fin, sonrió.
(…)
En ese momento, la plaza entera pareció respirar (...) y el acordeón volvió a sonar, la abuela cogió a su marido del brazo, sácame a bailar Ignacio, y bailaron juntos, solos en el centro de la plaza, y luego se besaron en la boca durante mucho tiempo, como si por fin estuvieran contentos del todo, contentos de verdad, y Raquel les había visto besarse en la boca muchas veces, pero nunca así, y sin embargo tal vez tampoco eso habría bastado para que se acordara de aquel día toda su vida”.
Podría agregar algunas reflexiones sobre ese libro y lo que pasa en España, sobre lo vetusto que empieza a quedar aquel
“no nos vamos a pasar cuarenta años hablando de los cuarenta años” de "Solos en la Madrugada", sobre los caminos inexorables, sorprendentes, que encuentra la memoria para imponerse, sobre los riesgos de encapsularse en el pasado,
de utilizarlo para hacer caza de brujas en lugar de justicia.
Pero sobraría.
Está todo, todito, en
El Corazón Helado, de Almudena Grandes.
Búsquenlo, léanlo, seguro que se les pianta un lagrimón. Además, la historia de amor es bien, bien, bien de amor, como corresponde.
Y mejor cierro aquí la nota porque la autora anda por Buenos Aires y da en un rato una charla en la Feria del Libro.
Me voy para allá.
Sin casco.
Tampoco es cuestión de andar cuidándose de todo en la vida.
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